sábado, 5 de marzo de 2011
TEXTO DE DESCARTES
DESCARTES, Discurso del método, cuarta parte (trad. E. Bello Reguera,
Madrid, Tecnos, 1994, pp. 44-52)
No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que allí he hecho, pues
son tan metafísicas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos.
Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar si los fundamentos que he
establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas.
Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las costumbres,
es a veces necesario seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran
indudables, según se ha dicho anteriormente; pero, dado que en ese momento sólo
pensaba dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era preciso que hiciera
lo contrario y rechazara como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera
imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, quedaba en mi
creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos
engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna que fuera tal como
nos la hacen imaginar. Y como existen hombres que se equivocan al razonar, incluso
en las más sencillas cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que
estaba expuesto a equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los
razonamientos que había tomado antes por demostraciones. Y, en fin, considerando
que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden venirnos
también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero,
decidí fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no
eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después,
advertí que, mientras quería pensar de ese modo que todo es falso, era absolutamente
necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y observando que esta verdad:
pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones
de los escépticos no eran capaces de socavarla, juzgué que podía admitirla
como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no
tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que
no podía fingir por ello que yo no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo de
pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguían muy evidente y ciertamente
que yo era; mientras que, con sólo haber dejado de pensar, aunque todo lo demás que
alguna vez había imaginado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que
yo existiese, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es
sino pensar, y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de cosa alguna
material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo e incluso más fácil de conocer que él y, aunque el
cuerpo no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es.
Después de esto, examiné lo que en general se requiere para que una proposición
sea verdadera y cierta; pues, ya que acababa de descubrir una que sabía que lo era,
pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo observado
que no hay absolutamente nada en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad,
a no ser que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que
podía admitir esta regla general: las cosas que concebimos muy clara y distintamente
son todas verdaderas; si bien sólo hay alguna dificultad en identificar exactamente
cuáles son las que concebimos distintamente.
Reflexionando, a continuación, sobre el hecho de que yo dudaba y que, por lo
tanto, mi ser no era enteramente perfecto, pues veía con claridad que había mayor
perfección en conocer que en dudar, se me ocurrió indagar de qué modo había llegado
a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con evidencia que debía ser a partir de
alguna naturaleza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo que se refiere a los
pensamientos que tenía de algunas otras cosas exteriores a mí, como el cielo, la tierra,
la luz, el calor, y otras mil, no me preocupaba tanto por saber de dónde procedían,
porque, no observando en tales pensamientos nada que me pareciera hacerlos superiores
a mí, podía pensar que, si eran verdaderos, era por ser dependientes de mi
naturaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no lo eran, que procedían de
la nada, es decir, que los tenía porque había en mí imperfección. Pero no podía
suceder lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío; pues, que procediese
de la nada era algo manifiestamente imposible; y puesto que no es menos
contradictorio pensar que lo más perfecto sea consecuencia y esté en dependencia de
lo menos perfecto, que pensar que de la nada provenga algo, tampoco tal idea podía
proceder de mí mismo. De manera que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera sido
puesta en mí por una naturaleza que fuera realmente más perfecta que la mía y que
poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea, esto
es, para decirlo en una palabra, que fuera Dios (...)
Quise buscar, después, otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los
geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente
extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que
podían tener diferentes figuras y tamaños, y ser movidas o trasladadas de todas las
maneras posibles, pues los geómetras suponen todo esto en su objeto, repasé algunas
de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que la gran certeza que
todo el mundo les atribuye sólo está fundada en que se las concibe con evidencia,
siguiendo la regla antes formulada, advertí también que no había en ellas
absolutamente nada que me asegurase la existencia de su objeto. Porque, por
ejemplo, veía bien que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos tienen que ser
necesariamente iguales a dos rectos, pero en tal evidencia no apreciaba nada que me
asegurase que haya existido triángulo alguno en el mundo. Al contrario, volviendo a
examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba
comprendida en ella del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido el
que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la de una esfera, el que todas sus
partes equidistan de su centro, e incluso con mayor evidencia; y, en consecuencia, es
al menos tan cierto que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como puede serlo
cualquier demostración de la geometría.
Del texto de Descartes se suprime a efectos de exámenes PAU el fragmento de las páginas 50-51, desde: “Añadí a esto”, hasta el final de dicho párrafo. En este mismo texto, en la página 46, línea 5, de la 6ª edición, debe corregirse la traducción de manera que se suprima la negación no, por lo que la traducción queda así: “con el fin de comprobar si, hecho esto, quedaba en mi creencia algo que fuera enteramente indudable”.
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