"- Y ahora imagina, para comprender la diferencia entre los que poseen el verdadero conocimiento y los que no, esta situación: una taberna ubicada en un entresuelo con una cristalera enturbiada por la suciedad y una barra en donde se apoyan, de espaldas a la cristalera, unos hombres ebrios. Imagina también que estos hombres nunca han salido de la taberna, ni siquiera en su niñez. En el espejo tras el mostrador se reflejan las sombras deformadas por la cristalera, en un ambiente sombrío.
- Imagino perfectamente la escena y si nunca les faltase el vino ¡no se me ocurre situación más privilegiada!
- Quizás no sea tan privilegiada como crees, amigo Glaucón, y quizás tampoco sean ellos tan diferentes a nosotros.
- ¡Por Zeus! ¿Similares a nosotros, en qué?
- Pues no te das cuenta que ellos considerarían que no hay más realidad que la que les rodea y que acostumbrados a mirar a través de la cristalera una luz tenue que deforma los objetos, y viviendo, además, desde la niñez en la más absoluta ebriedad, no tomarían como real más que las sombras de personas, las figuras amorfas y los sonidos distorsionados que oyen los borrachos. Para ellos andar sería tambalearse y reír prorrumpir en hiposas carcajadas. No tendrían concepto de bien ni de mal y sus más bajos impulsos dominarían su vida alcoholizada. En definitiva, ¿no estarían tan seguros de su realidad como nosotros estamos de la nuestra?
- Sin duda.
- Examina ahora lo que te voy a decir. Si algunos de estos hombres tuviese delirios etílicos y lo predicase a sus compañeros ¿no crees que los demás le creerían pues también ellos tienen delirios?
- No hay duda de que le creerían.
- Y si uno con una inteligencia más penetrante pudiese adornar sus delirios y encontrar un orden en ellos, y si, además, este pudiese interpretar los delirios de sus compañeros ¿no sería considerado un gran sabio? ¿no fundaría una religión, una filosofía o una política tal y como hacen los que nosotros consideramos sabios?
- Así sería, Sócrates, pero debes reconocer que serían conocimientos basados en meros delirios alcohólicos, dignos de risa para nosotros.
- Te lo admito, mi amigo, pero ¿es que los delirios de nuestros sacerdotes, intelectuales o políticos no son igualmente una cháchara baldía y sin valor a poco que nos detengamos a pensar en ellos?
- No puedo menos que decir que sí -dijo.
- Ahora sígueme en lo que te digo. Imagina que liberamos a uno de los borrachos y lo sacamos a rastras de la taberna subterránea. Creo que se resistiría con uñas y dientes y sentiría un dolor enorme en los ojos y en el cuerpo al enfrentarse a la luz del día, y, tras unas horas sin beber, lucharía denodadamente para volver a la taberna. Puedes imaginarte que extenuado por la lucha dormiría ¿y cual crees que sería su primera sensación al despertar sin una gota de alcohol que beber?
- No quiero ni imaginar, Sócrates, la terrible resaca que debería sufrir este preso liberado. Si unimos la resaca a la perplejidad de encontrarse en un mundo desconocido no puedo envidiar su suerte, y comprendería que quisiera volver a su antigua morada.
- Claro que querría, pero nosotros se lo impediríamos. De este modo nuestro bebedor liberado sufriría enormemente y desearía no haber sido liberado, pero, a pesar de todo, estaría obligado a acostumbrarse a la nueva vida y en un principio se comportaría desmañadamente, creería que nuestro mundo real era un cruel delirio y cuando pudiese acostumbrarse primero vería mejor de noche o en zonas de sombras, después se atrevería a salir a la luz del sol y distinguiría por encima las formas de los objetos. Al cabo de un tiempo ya andaría erguido sin tambalearse y podría hablar con naturalidad sin que se le trabase la lengua. Si finalmente continuase apartado de la taberna empezaría a tener vida social e iría al agora o al gimnasio con sus amigos, y participaría, también, en la asamblea donde se reúnen los hombres libres si le concediésemos la ciudadanía. Los antiguos sabios de la taberna los tomaría por meros charlatanes e ignorantes. Además, ¿crees que estaría asombrado de haber tomado su antiguo mundo como real y que consideraría que esta realidad es la efectivamente verdadera?
- Creo que sí, Sócrates, pero tú también debes aceptar lo que te voy a decir.
- Gustosamente lo haré si no faltas a la verdad -dije
- Juzga tú. Ese hombre del que has hablado tendría su corazón dividido. Por un lado, estaría feliz de su nueva vida más allá de las sombras de la taberna. Pero también sentiría añoranza de su antigua morada y de la dulce placidez y alegría alcohólica de la que allí disfrutaba.
- Es cierto -dije- y también en esto nuestro hombre se parece a todos nosotros. Pues cuando no poseemos el conocimiento para nada lo deseamos y vivimos despreocupadamente e incluso felices en nuestra inconsciencia, pero cuando por un casual nos alcanza la verdad, aun cuando añoremos nuestra prístina ignorancia, ya no podemos renunciar a nuestro saber, querámoslo o no, y, además, a pesar del dolor que nos provoca el conocimiento ¿no eclipsa nuestra humildad ese conocimiento y nos hace sentir orgullosos de nuestra ciencia, incluso cuando ella va acompañado de sufrimiento? Pues como decía el inmortal Homero “los que huyen ni alcanzan gloria, ni entre sí se ayudan” (cita de Ilíada V, 531-532).
- Así es, sin duda.
- Y ya que estas de acuerdo con el poeta -continué- debes asumir que el antiguo habitante de la taberna volverá a ella para mostrar a sus compañeros que existe otro mundo fuera de aquel cubil subterráneo. Pues, Glaucón, si los que huyen no alcanza gloria alguna y no ayudan a nadie, es razonable pensar que los que busquen la gloria del saber ayuden a los ignorantes.
- Es lo que dices, Sócrates, pero veo un gran peligro en ello.
- ¿Cuál?
- Pues que este hombre al bajar a la taberna ya habría perdido su antigua agudeza de borracho. No sabría distinguir entre las sombras de la taberna y al beber pronto quedaría inconsciente mientras antes resistía el alcohol y tenía unos sentidos acostumbrados a la penumbra. ¿Acaso sus amigos no tomarían su sobriedad por locura y creerían que fuera de la taberna existía un mal que corrompía los sentidos y la mente de los hombres?
- ¡Por el perro, Glaucón! Te has adelantado a lo que iba a decir pero a lo que tu has descubierto por ti mismo yo voy a añadir algo. El preso liberado de la taberna intentaría convencer a sus compañeros, pero ellos le tomarían por loco o necio y no podrían creer que su mundo no fuera el único real. Pero ¿qué haría el preso pródigo? Yo creo que correría el riesgo de permanecer en la taberna para siempre al recordar su antigua vida en todo su esplendor: sencilla, engañosa pero segura y llena de placeres. Podría ser fácilmente seducido por las delicias del alcohol y aunque en un primer momento le fuera difícil podría volver a la taberna para siempre renunciando a la verdad.
- Tienes razón, Sócrates, ¡cuantas veces he pasado toda una noche de fiesta con un amigo al que simplemente iba a saludar y cuantas veces las delicias del vino me han hecho desdeñar el dolor de la resaca! Pero, de todas formas, si así obrara nuestro preso su felicidad sería bastarda y no pura, porque mientras que sus amigos no conocen otro mundo que el mundo de la taberna y en esa ignorancia son felices, el preso pródigo sabría que la taberna es un sucedáneo de la realidad y eso enturbiaría su felicidad.
- Así es amigo Glaucón, pero así es como vivimos los hombres, porque el conocimiento, lo queramos o no, viene a buscarnos y golpea inmisericorde nuestra alma. Aunque renegásemos de él ¿acaso podemos recuperar la inocencia perdida? Si nos embrutecemos por la senda de la estupidez la felicidad que conseguimos no es más que una sombra de la que tuvimos cuando éramos ignorantes, así que ese es un camino en el que no encontraremos la pura felicidad perdida. Pero si en vez de embrutecernos tomamos el camino luminoso del conocimiento ¿acaso la añoranza de nuestra inocente ignorancia no amargará nuestro caminar?"
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